se posó en mis pómulos.
Afiló mis huesos,
pobres mondadientes de su torcida dentadura,
veló mi mirada con neblina agorera
y consumió mis labios en beso cetrino
para devorar mi grasa en festín sangriento.
Me aferré a las comisuras de su sonrisa descarnada,
hallándola embebida en tan tremendo y siniestro ritual,
y escalé su cráneo yermo e implacable.
Allí, en el páramo de su frente abismal,
me sentí apartada casi dulcemente por sus engarfiados dedos
y vuelta a la vida con este gesto banal y perezoso.
Fue abrir los enfebrecidos ojos a la luz de la estancia
y sentir el eco de su pútrido aliento en perversa promesa,
Yo vendré para quedarme.
Fátima N. S.
